Rincón literario
3 de Nit
Armando Cubas Morales
Lemas
“Lo más difícil de servir a los hombres radica en sortear el desparpajo con que ellos se empeñan en demostrar que no lo merecen” (Libro de Ys).
“Es sólo un acto de poderosa voluntad lo que mantiene unidos todos los átomos del Cosmos” (El Secreto del Fuego).
Música
Con la lectura del fragmento de Libro de Ys pudo escucharse de fonodo el 2º movimiento —Adagio— del 2º Concierto para piano y orquesta en do menor de Rachmaninov. Durante el resto del programa escuchamos entre otras la Música del Fuego Mágico de La Walkiria, de Wagner.
Manifiesto
En afirmar que los humanos desperdiciamos el talento a raudales, no hay novedad alguna. Tal vez recuerden Vds. la parábola evangélica del sembrador: según en qué terreno caiga, la misma semilla muere, produce una magra cosecha o reditúa el ciento por uno. Ahora mismo, niños con una capacidad equivalente a la de Einstein, Beethoven o Miguel Ángel están pasando por la vida sin tener idea de lo que es un guarismo, una corchea o un cincel y, a lo sumo, van a aprender a deletrear si, tras haber estado trabajando todo el día como adultos, aún les quedan ganas de andar los cinco kilómetros a que se encuentra la escuela de la misión. Si, hasta bien entrado el siglo XIX, excepción hecha de algunas reinas y santas, la historia humana sólo es masculina, ello no se debe a que, durante la revolución industrial, el sexo femenino experimentase una mutación: de haber vivido en el Renacimiento, Maria Goeppert Mayer, Dorothy Crowfoot Hodqkin y Rosalyn Sussman Yalow, por poner algunos ejemplos, sólo hubiera podido ser madres y esposas o monjas; su sociedad no le hubiese dado ninguna otra opción.
Con lo anterior no he pretendido descubrir la sopa de ajo. Si lo he traído a colación es porque, desde que se inició este programa, han sido varios los escritores inéditos —algunos, de gran talento— que se han presentado ante Vds. para explicarles las dificultades con que tropiezan para dejar de serlo. Les han hablado del desdén de las editoriales, del amaño sistemático de los concursos, del inicuo absurdo de acallar las voces propias en beneficio de las extrañas… Y les han hablado también, cómo no, de la frustración que su forzoso silencio les causa, y de cómo esperan que este Rincón Literario les ayude a ponerle fin. Mayor bagaje del que poseían antes de aparecer en él, seguro que tienen ahora. En cualquier caso, a todos les habrán servido las opiniones de Sandra y Joana, e incluso puede que algunos se hayan sentido confortados por el mero hecho de que alguien, por fin, los haya tenido en cuenta.
Pero tal vez no sea ocioso recordar que la única razón para ser escritor es sentir en la entraña la necesidad de serlo. Cuando la editora de Libro de Ys —convencida como estaba de que no— me preguntó si yo disfrutaba escribiendo, tras pensármelo un rato, le contesté que suponía que sí, pero que no me preguntara cuándo. Lo mismo que las anteriores, había compuesto aquella historia procurando no pensar en la altísima probabilidad de que, finalmente, sólo dos llegaran a conocerla: mi gato y mi imagen en el espejo. Y cuando, desde una idea atascada o una frase cuyas palabras se resistían a dejarse alinear, me asaltaba la representación de los anteriores fracasos, el único modo que tenía para exorcizarla, tirar los ingratos folios a la papelera e irme de paseo era repetirme que, a fin de cuentas, nadie me había demandado estar allí trabajando. Que yo sólo fuese capaz de vivir como obligación el hecho de escribir, podía ser tan faena como quisiese, pero que, por el cumplimiento de las obligaciones, no cabe pedir otra recompensa que la satisfacción del deber cumplido.
El reconocimiento ajeno, la fama, la gloria… nada de eso tenemos derecho a esperarlo. Ni siquiera, la seguridad de que nuestro trabajo es bueno. Quien, ignorante de esto, se acerque a la literatura en pos de recompensas, digámoslo así, terrenales, ha equivocado el camino de medio a medio. Antaño, durante el auge del folletín, algunos literatos sí que llegaron a ser héroes populares. Mas hoy, tan prestigiosa categoría se encuentra restringida al ámbito de los futbolistas, las estrellas del pop y el rock y los personajes y personajillos vendedores de intimidad criados a sus pechos por las televisiones.
“Sí”, me responderán, tal vez, Vds., “pero un libro es un hecho del lenguaje, y el lenguaje sólo tiene sentido como vínculo; esto es, en presencia de, como poco, dos. Por el propio mecanismo de las cosas, si escribir es una obligación, dar a conocer lo escrito forma parte de la misma obligación”.
Ahí es donde nuestro trabajo, el trabajo del escritor, debería terminar, y comenzar el de las editoriales. El rasgo más perturbador de ese paradójico deber‑necesidad es su decisiva vertiente ajena; el que, para rematarlo, necesitamos el concurso de una voluntad sobre cuyas decisiones carecemos de toda influencia. Y una voluntad que, por cuanto activada según vectores distintos a los nuestros, puede negarnos ese concurso, y que, es más, lo hace casi por norma.
Por si, de lo hasta aquí dicho, aún no se dedujese claramente mi postura, voy a especificarla con todas sus letras: para quien haya escrito un libro como se debe —es decir, volcándose— la obligación de publicarlo cuenta, como se dice en Derecho, “entre las perentorias”. Porque ningún trabajo ni desengaño va a recomerle más que la acusación de esa obra en que confía amarilleando despacio en una carpeta.
Así pues, que no se canse pronto, ni se deje intimidar por el miedo al rechazo. Y que tenga presente que unas malas, incluso unas muy malas condiciones de edición siempre van a ser mejores que ningunas. Puntualizar esto acaso parezca ocioso, pero no lo es en absoluto, con miras a lo que ahora viene.
Y lo que ahora viene es preguntarnos cómo contribuye la industria editorial española a la realización de ese deber‑necesidad que constituye el hecho de escribir. La respuesta, hubiera podido traerla con palabras más bonitas, pero no tan pocas ni tan claras: cumple detestablemente. La especificación del porqué nos vendrá de suyo tan pronto como hayamos desmontado uno de los tópicos de uso más corriente: el de que, en España, se está editando demasiado.
En España no se está editando demasiado; en España se está traduciendo demasiado. Ese mercado del libro de cuya saturación todos —editores, distribuidores, libreros…— se quejan o dicen quejarse, lo está de títulos escritos originalmente en idiomas extranjeros. Quien quiera la prueba, que se acerque al mostrador de novedades de cualquier librería y repase los anaqueles. El hecho de que algunos de los nombres ingleses que verá estampados en las portadas se correspondan, en realidad, con seudónimos de autores españoles, lejos de refutarla, confirma la anterior tesis.
Así es, señoras y señores. Y así va a continuar siendo. Y cuanto antes nos hagamos a la idea, antes habremos comenzado a adaptarnos: de los cuatro tipos del terreno aludidos por el evangelista, a los escritores españoles actuales de literatura fantástica nos ha tocado el espinoso: “(…) Otra parte cayó entre espinos. Crecieron los espinos y la sofocaron”.
Las editoriales españolas del género han reducido su tarea a traducir los títulos exitosos en el ámbito lingüístico más vasto y rico del mundo —el anglófono— para su difusión en el segundo, el hispánico. ¿Es de veras tan grande la diferencia de calidad como para justificar que, por esa regla de tres, casi toda la producción autóctona haya de quedar fuera del mercado? Podemos suponer que, entre lo grotesco y lo sublime, se encontrará toda la gama de grises. Y he escrito “podemos suponer” porque ningún profesional de la edición evalúa seriamente esas obras. Como, por otra parte, cualquier otra empresa, las editoriales, al realizar su programación, no pueden tomar en cuenta el material ni pedido ni deseado. ¿Para qué gastar entonces dinero y tiempo leyéndolo?
Esto, naturalmente, ellas nunca van a reconocerlo. Con todo empaque, afirman leer cuanto se les envía y que, cuando rechazan un original, es porque no merece ser publicado. Pero tales aseveraciones hay que tomarlas como lo que son: simples lemas publicitarios; un modo indirecto de proclamar que “lo suyo es lo mejor”. Me consta que algunos editores ni siquiera leen lo que publican. Podría dar el nombre de algunos —y de agentes literarios— que, de regreso de la Feria de Francfort, se jactaba de “haber comprado para tres años”… basándose en resúmenes de folio y medio.
¿Cómo compaginar la antes aludida obligación‑necesidad tan acuciante para el escritor con el nulo interés en favorecer su cumplimiento de quienes monopolizan los canales de difusión y distribución? Con carácter general, no tengo ni idea. Sólo puedo recordarles a Vds. el problema, que son quienes tienen, después de todo, la última palabra, y decir lo que me ha valido a mí: porfiar, porfiar y porfiar, siempre al quite de una rendija por la que poder colarse.
Con paciencia y buen ánimo. Y sin permitirse creer ni por un momento que se está perdiendo el tiempo. ¿En qué otro asunto de mayor interés puede ocuparse uno que en aquél para el que siente que ha venido al mundo?
Datos biográficos
Armando Cubas se ha descrito a sí mismo como un paradójico ganador… de premios de consolación y pedreas. Tres cosas hay en la vida, según la canción: salud, dinero y amor. Él, aunque trabajando duro, se ha hecho con las tres. Pero el éxito literario, lo que más ha deseado desde niño, siempre se le ha mostrado esquivo. Hasta ahora, en que todavía está por ver qué pasa.
A los trece años, tenía ya novelas escritas. En una, se atrevió con la crisis del siglo III. Cuando aún no había empezado a afeitarse, dejó temporalmente la ficción… para meterse a escribir una Historia Universal. Se quedó en la alta Edad Media, pero recopiló material hasta los siglos XIII y XIV europeos. Todavía conserva los tres volúmenes que completó.
Interrumpió el trabajo cuando, al hablar de él a su profesora de Historia del Arte, la dama no tuvo mejor idea que ridiculizarlo delante de toda la clase. Cosas de la educación de la época. Rencoroso como es, asegura no haber perdonado a Dante que, cuando visitó en su compañía los infiernos, aquella bruja no se encontrara entre Judas y Bruto en las mandíbulas de la Bestia.
A raíz del trauma, llevó luego en secreto durante años la excentricidad de que escribía. Tan en secreto, que varias personas de las que ha amado han entrado y salido de su vida sin sospechar siquiera que cultivaba “esa afición”. De quienes le ordenaban que fuese “como todo el mundo” —o sea, “que marcase paquete”, le gustasen el fútbol y la televisión e hiciese profesión de fe en el automóvil—, él se vengó haciéndose muy antipático, enamorándose de la Antigüedad greco‑latina, detestando los espectáculos deportivos —y los automóviles— y leyendo vorazmente. Esto último, su voracidad lectora, iba a reportarle durante su adolescencia un gran beneficio, dada la época: enterarse de que, en los libros de los sesenta, abundaban las descripciones tan sexualmente explícitas como se quisiera. Bastaba con el autor no militase abiertamente contra el franquismo —en cuyo caso, la obra se prohibía, pero aunque versara sobre cocina— y que el volumen fuese lo bastante gordo como para dar que pensar a los censores: “¡Total, para cuatro pirados que van a leerlo…!”.
Se llevó su primer coscorrón en eso de publicar a los diecinueve años, justo antes de irse a la “mili”. Testimonio, se llamaba la novela rechazada. Encima, como no tenía dinero para fotocopias, el original que había mandado a la editorial no le fue devuelto. ¡Igual después han escrito un best seller con su idea…! De ser así, mejor que no se entere, porque la obra tampoco estaba registrada.
Repitió sus esfuerzos a los veinticinco años y a los treinta y pocos, cosechando idéntico éxito que a los diecinueve: o sea, ninguno. En la “mili”, había comenzado a pergeñar la mitología desde la que, luego, iban a cristalizar las Crónicas de Atlántida. Armando, que se ha descrito a sí mismo como aedo, trazó el primer bosquejo de esta obra según los modos del oficio de Homero: como narraciones orales, y dejándose guiar por su instinto sobre cómo atraer al público y mantenerlo atento. Lira, Clito, Eole, Idamante, los Reyes Atlas y Hor de Hésperis, nacieron como protagonistas de cuentos en los bancos de la calle, después de que hubieran cerrado los bares, y en las odiosas vigilias del cuarto de guardia, a las que aquel huraño —y enamorado— soldadote se llevaba papel y bolígrafo para poder escribir apoyado en la bota.
Por los días en que mataron a Carrero Blanco, estaba ayudando en la campaña de Navidad de unos grandes almacenes, a la vez que estudiando 2º de Periodismo y preparando unas oposiciones al —entonces— Instituto Nacional de Previsión. Como prueba de que sabe organizarse y de que no teme trabajar duro, bastará con decir que no sólo llevó adelante las tres cosas —y aprobando curso de universidad y oposiciones incluso con nota—, sino que aún encontró tiempo para tontear con la militancia izquierdista de la época.
El trabajo que las oposiciones le depararon, y que se había buscado con fines exclusivamente alimenticios —como, en su casa, eran cuatro hermanos y el dinero no sobraba, desde niño había tenido muy claro que, si quería Universidad, tendría que pagársela él—, pronto empezó a darle alegrías. A los veintiocho años, aprobó dos oposiciones a la vez, simultaneándolas con un cáncer —la enfermedad de Hodkin— que, por lo menos, tuvo el detalle de no manifestarse hasta pasado el último examen. Una vez convaleciente, para recobrar el tono, inició su segunda carrera—Relaciones Laborales— y, casi coincidiendo con su finalización —y con su tercer fracaso en lo de publicar una novela—, obtuvo plaza en la unidad del Ministerio de Trabajo encargada de la elaboración técnica de las leyes y normas sociales. Armando ha seguido los pasos de Kafka en lo de ganarse el pan trabajando para la Seguridad Social, pero no en lo de considerar ese empleo una afrenta personal del Hado. Aunque, en sus treinta años como funcionario, no siempre ha encontrado motivos de disfrute en los puestos por lo que ha ido pasando, nunca ha llegado a vivir el domingo por la tarde como una autopsia. Está moderadamente contento de su remuneración y no se cura de decir que el Derecho es “la otra parte de su alma”: después de todo, a uno acaba gustándole aquello en lo que destaca, no al revés. Pese a lo cual, nunca se le había ocurrido representarse el trabajo como una alternativa a su actividad literaria.
Un informe elaborado por él vino a caer en las manos adecuadas: las de cierto catedrático que, aparte de ocupar en aquel momento un alto cargo administrativo, era subdirector de una prestigiosa revista jurídica. Ante el asombro de nuestro autor, un día le telefonearon desde la planta del Ministerio “a la que nadie sube”. Bajó trayéndose la propuesta de ampliar el informe de marras e insertarlo con todos los honores en “la revista”: en “aquella revista” para publicar en la cual magistrados y catedráticos hacían cola.
Nunca, ya está dicho, se había planteado en serio escribir sobre temas jurídicos. Era una novela —Antares— lo que, por aquellos días, le estaban devolviendo, una vez más, todas las editoriales en que la había presentado. Fácilmente se puede comprender que, la noche de aquella inesperada entrevista, se jurara “pasar ya de tanta tontería” y concentrarse en atender lo que tan inequívocamente se le presentaba en aquel momento como “la llamada del Hado”.
Durante años publicó lo que quiso en materia jurídica, sin que le rectificasen una coma ni le regatearan un céntimo. Mientras, el trabajo que compaginaba como “negro” del Consejo de Ministros y de las Cortes Generales, seguía deparándole satisfacciones. Aunque no sea con la firma propia, debe causar una sensación muy extraña verse publicado en el BOE. Nadie va a hacerse cruces porque los ministros no redacten de su puño y letra las órdenes que sus departamentos expiden. De ellos emana la autoridad democrática; justo para que aporten la técnica es que todas las administraciones cuentan con profesionales y expertos.
Pero, aunque procuraba contentarse con ese público de jueces, profesionales y funcionarios, nuestro autor sabía que algo faltaba. Que, por mucho que se lo repitiera, no se puede hacer pasar por “tontería” algo con lo que se venido ha soñando desde niño.
No se escribe por la fama, ni por el dinero, ni siquiera porque guste hacerlo: se escribe porque “se lleva el diablo dentro”. Tratando de soslayar esa —triste— realidad, Armando estudió otra carrera, aprendió inglés y francés, se buscó y consiguió ascensos… Mas no logró sustraerse al mudo reproche del cajón en que yacían sus novelas inéditas. ¿Hubiera podido no dolerle el fracaso de su más anhelado sueño?
Cuando se le hubieron acabado las excusas, se plantó ante el autor de su fortuna administrativa, el subdirector de “la revista”, le contó el argumento de Libro de Ys y le avisó de que, hasta que terminara de desarrollarlo, iba a suspender sus colaboraciones por falta material de tiempo. No sin cierta pena confesó más tarde a una amiga que, mientras su protector asentía y sonreía, creyéndolo en realidad afectado por el síndrome de Peter Pan, se estaba preguntando cómo podía haberse equivocado tanto con él.
Una pequeña editorial andaluza sacó por fin Libro de Ys el día en que cumplió cuarenta y nueve años. Aunque había empezado a escribirlo en 1998, recién acababa su tercera carrera, cuatro años más tarde, apenas si llevaba escritas cincuenta páginas. Tomada la decisión de volver a las andadas, completó las restantes trescientas en poco más de un año.
Y hasta aquí. Porque todo el resto es presente.
Obras (I)
Libro de Ys
Argumento
El ciclo Crónicas de Atlántida está dedicado a desarrollar toda la anterior historia. En Libro de Ys, asistimos al intento de reconstruir el primer Reino de los hombres tras el fin de la Guerra por el cielo. Intento, a la larga, fallido, porque, conforme a la promesa de Poseidón, sólo en la gran isla situada frente a las Columnas de Heracles habá de ser que su estirpe more por siempre feliz y libre. En la vastedad de los designios del Hado, los quinientos años que llegó a cumplir el Reino de Ys, enucleado en torno a su bella capital, la ciudad de Poseidonia, tenían como único objetivo refrenar la decadencia humana y, sobre todo, iniciar el grupo que, con el tiempo, llegaría a ser la gente del Rey.
El camino hacia el Reino atlante empezó cerca de donde el río Océano, tras haber dejado Thule atrás, gira para rodear a Gea por el lado de poniente. Allí, un grupo segregado de la gente de los libros —los descendientes de los once hijos habidos por el dios Poseidón y la maga Clito— osó dar a la promesa de su Padre, de que los protegería mientras no construyesen sus casas sobre el nivel de la marea, una interpretación diferente. Hasta entonces, ellos y sus antepasados habían morado sobre barcos, temerosos de la tierra firme; pero, tras un esclarecedor viaje de Lira, su dinasta, al oráculo de Poseidón en Corinto, aquel grupo de valientes dio en pensar que, si desecaban y reforzaban con diques un piélago de islotes formados de aluvión en el delta del río Erídano, no sólo habrían erigido un gran puerto y una hermosa ciudad anfibia, sino que continuarían acogidos a la sombra del dios. Por cuanto sus casas no habrían dejado de estar bajo el nivel de la marea.
Obras (II)
El Secreto del Fuego
Argumento
Cuando Cronos, el Viejo Rey de los titanes, hubo comprendido que su causa estaba perdida, había puesto a buen recaudo el más sagrado de los talismanes confiándoselo a una criatura de naturaleza equívoca, pero de valor y fuerza equiparables a los de Zeus. Incapacitados así de ejercer en plenitud el privilegio divino, cuando las criaturas supervivientes se vuelven hacia los dioses triunfantes para demandarles el alivio de sus penas, el cielo siempre les pone oídos sordos: sin la Égida, proclama Zeus, no se pueden remediar los males de fondo ocasionados por el conflicto; y, si se lanzara a arrebatársela a su custodio, tratándose de una criatura tan fuerte, cabe el riesgo de que en la confrontación quede arrasado lo poco que permanece en pie.
No bien hemos franqueado la puerta de este atribulado Cosmos, asistimos a la noche en que el Hado acaba de mostrar en el cielo, para que los empavorecidos ojos divinos lo lean, cierto párrafo de la tablilla en que están escritos sus más oscuros designios: si en veintiuna jornadas las dos estirpes de la casa Uránida, la humana y la divina, no han remediado los destrozos causados por la guerra, dándolo por inútil para el fin que lo inspiró, pondrá fin al presente universo. El pavor de los dioses supera toda medida; no tanto por la dificultad que entraña su propia tarea —recobrar la Égida—, sino ante la imposibilidad de que el otro linaje, el de Prometeo, cumpla la suya: la primera disposición de Zeus nada más llegar al poder había sido ordenar el asesinato de todos los que llevasen en sus venas una gota de la sangre del Portador del Fuego.
Estos son los primeros pasos de un periplo mágico, lleno de imaginación, a que el autor nos invita, atravesando los estupendamente descritos parajes del universo que ya nos mostró en su Libro de Ys. Mejor que yendo sobre los pies, sintiendo con el corazón de unos personajes no por fantásticos menos vivos y complejos, develaremos las verdades a medias y mentiras completas con que los inmortales acicatean el imposible anhelo de libertad de los hombres para obligarlos a realizar lo que, de todas formas, el inexorable Hado tiene previsto que se cumpla.
Crítica
Nos las habemos con un narrador lo suficientemente serio como para satisfacer tanto a quienes buscan el clímax narrativo, la caracterización, la trama, sino, también, a quienes anhelan encontrar algo de carne —ideas— en torno a los huesos. Sus historias son extensas e intensas, claramente magnéticas, erigidas sobre una combinación personalísima de los antiguos mitos; verdaderas fantasías clásicas, aunque con un toque de modernidad que les otorgan una nueva dimensión. Aun fuera de lógica, Armando Cubas consigue —¡y de qué manera!— adentrar al lector en su mundo. El trasfondo está cuidadosamente construido, y los elementos imaginativos se despliegan con una profundidad que no vemos frecuentemente.
La entidad psicológica de los personajes está perfectamente alcanzada. La envidia de Clito, la pasión de Éber, la pureza de Kurios, la combinación de firmeza e ingenuidad de Lira y Eole, el rencor de Yaenwaset, resultan, no sólo verosímiles, sino cercanos. Todos son, prioritariamente, sagaces y voluntariosos. Aunque las escenas violentas estén estar tratadas con detalle, en ellas sólo hay el énfasis justo para hacer patente que no se está ventilando nada decisivo.
Pese a la abundancia de secundarios —de quienes se nos cuentan con todo detalle los antecedentes y el destino final—, el autor no permite que los lectores pierdan en ningún momento el hilo de la trama. Curioso en extremo resulta el protagonismo, en Libro de Ys, de la gata Bast, al lado de la joven Lira. A través de ese personaje, Armando Cubas rinde tributo —más de admiración que de cariño— a Pato, su propio gato, otorgándole así la categoría de personaje literario.
El argumento central se encuentra apuntalado por numerosas historias transversales, algunas de las cuales tienen casi entidad independiente, de verdaderos cuentos. Muy llamativa resulta, por ejemplo, la referencia al —para nosotros, desconocido— origen submarino del apio, o a los efectos del agua de luna, un poderoso alucinógeno mediante el cual los Brujos enemigos de Ys habían destruido reinos enteros.
En resumidas cuentas: un panorama repleto de maravillas y sabiduría, de perspicacia y aventura. Ahora bien, debe quedar claro que el revelarnos los más profundos arcanos del universo es el simple pretexto de una novela urdida para conseguir el, para Armando Cubas, mayor de los logros.
Entretenernos.
Fragmentos (I)
De Libro de Ys
En el lugar donde, supuestamente, debía edificar su ciudad, había también una isla, pero tan desolada como las anteriores, y sólo un poco menos diminuta. Se trataba de un arco sucio, rocoso únicamente en el centro, largo como de cinco o seis estadios y tan estrecho que, en sus extremos, un adulto apenas si podría permanecer con los pies secos. A Lira no le costó nada localizarlo en el mapa, como tampoco el punto a que debían de haber llegado Éber y los suyos: otra isleta parecida a aquélla en el aspecto, aunque seguro que, también, en la nula habitabilidad. Uniendo sus extremos sobre la carta de navegación, ambas formaban casi un círculo; pero un círculo dentro del cual sólo podrían habitar los peces.
Desolada, aprovechando un momento en que nadie les oía, la dinasta no tuvo reparo en decir a Idamante que, si de veras Poseidón había resuelto permitir que sus hijos que morasen en tierra firme, debía haber encargado la elección del lugar a sus peores enemigos: no era ya que faltasen el agua potable y las tierras de cultivo, y que fuese aquél un paraje de inviernos largos y crudísimos, frecuentado, a lo que se veía, por los telquines y, lo que podía ser peor, por las galernas de Bóreas; era, simplemente, que no había bastante suelo en el que construir. Y no iba a suavizar sus pésimas condiciones el hecho de que, siglos atrás, hubiese estado cerca una de las principales urbes de la Edad de Oro, la capital del Reino Negro.
“De aquellos tiempos, lo único que resta es basura”, gruñó para sí misma, mientras rescataba de entre la arena, con los dedos de los pies, un collarcito que antaño debió de pertenecer a una esclava o a una niña. Estaba compuesto por cinco hileras de cuentas marrones, unidas formando óvalos concéntricos, al modo de una tela de araña. Pensando en las hermosas piezas procedentes de aquella época que ella y casi cualquiera de las once casas guardaban en sus camarotes, estuvo a punto de lanzar otra vez el juguete al agua, pero luego, en atención a su gran antigüedad, lo guardó entre los pliegues de su túnica con la intención de observarlo más detenidamente. Y ya no volvió a acordarse de él.
En medio de un desanimado silencio, repartieron las raciones de la cena. Alegando el general cansancio, Idamante insistió en que dejaran las discusiones para el día siguiente y se fueran a dormir. Aunque tal cansancio era, sobre todo, anímico, no quiso permitir que Lira se enfrentase, en aquellos momentos de extrema vulnerabilidad, a las risitas y los comentarios de burlona conmiseración que ya se habían empezado a cruzar a sus espaldas.
Sin embargo, al preguntarle a ella, se sorprendió de no encontrarla vencida. Lira, en efecto, se había recobrado muy rápido, a impulsos, curiosamente, de una sensación desagradable: la de quien descubre, justo en el momento de abrir la boca, que ha olvidado lo que se disponía a decir.
—Sé que lo tenemos casi en la mano, pero que aún se nos escapa algo esencial—, le espetó. Y, resignadamente—: quizás mañana la luz de Apolo nos ayude. ¡Lástima que a mí vaya a tocarme esperarla despierta!
Pero se equivocaba. No bien estuvo reclinada junto a Idamante, se encontró ya dormida, y soñando. Y, en el sueño, se vio en la atalaya de un gran templo, contemplando un panorama tan extraño que no acertaba a identificarlo. Las criaturas de las nubes lo hubiesen podido describir como un pectoral hecho a la medida de Océano, un fastuoso engarce de luceros y lapislázuli; mas a ella le pareció más bien una criatura viva: un ser cuya fantástica anatomía se desparramaba sobre Océano en sucesivos anillos de azul, luz y piedra.
No sin esfuerzo, tras haber identificado de las emociones que la embargaban numerosas motas vivas, acertó a comprender que se trataba de una ciudad. Que brillaba como un sol menor, pues sus ágoras y edificios se hallaban profusamente iluminados, y los canales que tenía por vías, al recoger aquella luz, hubieran podido pasar por hilos de diamantes.
Con la libertad que le proporcionaba su condición de soñadora, lanzose a disfrutar de aquella nueva e insólita amiga. La caja torácica sobre la que encajaba su esqueleto estaba compuesta por cinco anillos minerales, más o menos concéntricos, todo a lo largo de los cuales habían florecido variopintas masas de vegetación, tan profusas y llenas que igual se hubiera podido encontrar en ellas el manzano de las Hespérides. Conjugados con los altos árboles y los coloridos macizos de flores, se distinguían aquí y allá numerosos edificios, cuya geometría proclamaba la intención de no disciplinar los cánones naturales, sino de trabajar con ellos y, a lo sumo, buscarles una réplica; pues todos se adaptaban a formas propias de la naturaleza, o que la naturaleza no hubiese desdeñado adoptar. Y, como si los arquitectos de aquel sueño hubiesen querido realzar lo más bello y útil poniéndolo en alto, a modo de capuchón contra las intemperancias de los cielos, Lira supo que tales maravillas encarnaban escuelas y bibliotecas, así como algunos templos. Aunque, de entre éstos, ninguno tan majestuoso como el que le estaba sirviendo de complaciente atalaya: el dedicado a Poseidón Crónida, Viejo de las Aguas, Padre de la Ciudad y Padre del Pueblo, que, de pretenderlo, hubiera podido jactarse de que, tras aquellas impecables columnas, se le tributaban mayores y mejores honras que a ningún otro dios.
De pronto, sin transición, un capricho del sueño la puso en el mismo lugar, pero bajo los rayos del día. Y el carro del sol le mostró que, desde el variopinto engarce de los grandes anillos, se desparramaba una profusa osamenta de vías y canales, pequeñas o grandes ágoras sobre las que rodaba la vida en sus infinitas manifestaciones. Y arriba y abajo, entrando y saliendo, acá y acullá, embebidos unos en sus negocios, atentos a su descanso y placer la mayoría, vislumbró los moradores de aquel Elíseo: sanos, bien alimentados, bien vestidos, la ciudad en que moraban era tan hermosa porque reflejaba y traducía a materia su felicidad, y Lira, entendiéndolo así, rebosó de placer.
Atónita, asistió al tráfico de las mil coloridas embarcaciones sobre el impecable azul. No habiendo olvidado que, durante siglos, su patria había estado sobre barcos, llegada la hora de anclarse en tierra, aquellos hijos de lo insólito se habían llevado a Océano a morar con ellos, injertando así los tres colores vivos en un mosaico participado por tierra, agua y verdor. Saltaba a la vista que, de no haber sido por la aquiescencia del gran Río a libar en aquella increíble flor anfibia, bastaría una pleamar algo viva para que el agua sobrepasase el anillo exterior e inundase la mayor parte de la ciudad, con sus mansiones y jardines. A cambio, su bonachona colaboración había dado lugar a la única obra que hubiera podido competir con el templo dedicado a su Rey: una malla de canales y esclusas que disciplinaban el tránsito del agua y doblaba las principales vías de la ciudad en malecones de un fabuloso puerto.
Un puerto nacido no por orden de Urano, sino por la humana determinación de maridar a Gea y a Ponto precisamente allí, donde no se podía, ni, acaso, se hubiera debido. Con calado suficiente para albergar a cualquier barco de la ecúmene, y tan próspero que desde y hasta él llegaban y se expedían, sin faltar una, todas las riqueza susceptibles de mover en los corazones la próspera envidia. Y era no sólo el puerto más grande y concurrido, sino también el más seguro, pues el sistema de esclusas permitía a las naves de cualquier calado ingresar tras las enormes murallas recubiertas de planchas metálicas y desplazarse por los canales interiores, adonde no hubiera podido seguirles ni toda la flota de los telquines.
La bocana principal dejaba a la izquierda el peristilo del gran templo blanco, cerca del largo y estrecho istmo que unía la ciudad con tierra firme, y tenía delante, hasta donde se perdía la visión, regulares como olas de piedra, las amarillas y azules casas de los hijos del dios. Por ella entraba un canal que constituía el espinazo de la ciudad, de la misma forma que los cinco anillos eran su caja torácica. Su anchura no debía ser inferior a tres arpentos, y cruzaba de extremo a extremo tras haber recorrido cincuenta estadios desde el mar abierto. Surcado por una profusión de velas, blancas y redondeadas como nubecillas, Lira tuvo la sensación de estar contemplando, más que una vía de agua, un cielo viajero.
No habiendo necesidad de soñar más, se despertó con los ojos llenos de lágrimas: había comprendido.
Fragmentos (II)
De El Secreto del Fuego
—Cuando Urano juzgó preparado al Cosmos para continuar sin él, llamó a su presencia a los gemelos Cronos y Jápeto y les confió, al primero, sus obras y, al segundo, sus esperanzas. —Kurios, creyéndolo extraviado en las complejidades del relato, había decidido comenzar por el principio—. A Cronos, nuevo Señor del Mediodía, para soporte de su Reino, el Padre Antiguo le otorgó el poder y, como agentes de su autoridad, a los otros titanes, que ya habían gobernado junto a él. A Jápeto, en cambio, por cuanto, en su calidad de Señor del Horizonte, debería guiar la Obra hacia la culminación de su destino, le concedió plena libertad para erigir su Reino sobre cualesquiera bases. Y así, el titán, tras haberse hecho aconsejar por su hijo Prometeo, el más sabio de los vivientes, le demandó el perfecto poder: el Metathesis Katischuo, la magia, o poder de cambio, la capacidad de penetrar en las percepciones de los restantes seres y de insertar la propia voluntad en los aglomerados de causas desde los que precipitan y a los que se reducen los diversos fenómenos naturales. O, lo que viene a ser lo mismo, el poder de entendimiento y el poder de cura, el dunamis dianoia y el dunamis therapeuo; el primero, para introducirse sin perturbarla en la experiencia de todos los seres, y el segundo, para actuar sobre cualquier agresión que altere un estado armónico. Para siervos, Jápeto, siempre aleccionado por Prometeo, consultó el oráculo de Gea, quien le hizo reparar en los hombres. “Su destino es la libertad”, comprendió, en seguida, el titán.
»Como las restantes especies animales, los hombres habían nacido del árbol Druinas, pero, en vez de bajar a la tierra, tal como su morfología propiciaba, se habían quedado a morar entre sus ramas. Cuando el Japetónida trató de hablarlos, escaparon hacia las alturas, pues nada querían saber de los titanes ni de sus tribulaciones. Mas Prometeo cantó tan hermosamente al pie del Druinas que ellos no pudieron sustraerse de escucharlo. Y así tuvo lugar el primer Zugos, la primera Asamblea de la Balanza. “Vuestro gran número y la brevedad de vuestras vidas serán garantía de búsqueda intensa, de superación”, les ofreció el Japetónida. “¿Y qué deberemos aportar nosotros?”, replicaron ellos. Y Prometeo: “Vuestra voluntad, para que se inserte en el designio de la Moira”.
»Colocadas ambas prestaciones en la Balanza cuyo fiel es una pluma, el platillo que contenía la obligación de los hombres se reveló mucho más pesado. “¿Demandando quebrantos que tú no has de padecer, esperas que mi Balanza se equilibre?”, increpó, en seguida, Metis al titán. Entonces, él arrojó al plato su inmortalidad. Mas aún la infalible pluma continuaba desequilibrada. “Si aceptan tu dádiva, perderán la inocencia y, con ella, la felicidad”, le hizo notar la Ciega. “Para que la transacción sea justa, deberás aportarles la esperanza de que, yendo por tu camino, algún día volverán a ser felices”.
Mucho turbaron tales palabras a Prometeo, pues, dada la condición del trabajo para el que reclamaba a los hombres, las sabía de antemano imposibles de cumplir. Pero entonces se le ocurrió que, si no con una dádiva igual, la Balanza también podía equilibrarse con un sacrificio igual. Para él, la felicidad radicaba en su fecunda contemplación de la Obra, en el continuamente renovado goce de sus maravillas; en la inmediatez con que su rico intelecto aprehendía hechos, esperanzas y ambiciones y los hilaba en nuevas y más ricas texturas. Abdicando de todo ello, aceptó el error, el fracaso, el agotamiento, la desesperación de la búsqueda infructuosa, la tensión entre trabajo y ociosidad, la tentación de abandonar… Hecho lo cual, ambos platillos se igualaron.
»“Aunque la Moira no te ha condenado a trabajar ni a morir, vas a penar con nosotros y a morir como nosotros”, se admiraron los hombres. “¿Cuál es tu provecho en ello? ¿Cómo puedes pretender que esa Balanza está equilibrada?”.
»“Todo cuando abandono carece de valor comparado con el prodigio de vuestro destino”, replicó Prometeo.
»“¿Un prodigio superior al poder y deleite eternos que te corresponden en tu calidad de titán? ¿Qué puede haber en nuestro destino comparable a eso? No somos mejores que simios”.
»“Si le diera un nombre, sería un gran nombre de poder; por tanto, no habré de hacerlo hasta que vosotros, sus portadores, lo hayáis aceptado”.
»Por la mirada que los hombres se intercambiaron, el Japetónida supo que había ganado: pues el brillo que había visto refulgir en sus ojos era el de la curiosidad.
»“Sea como quieres”, aceptaron por fin. “Mas, por cuanto pareces comprender nuestro destino mejor que nosotros, deberás ser tú quien nos gobierne”.
El titán se avino. Entonces, ellos descendieron del árbol y, desprendiéndose del vello corporal, se cubrieron con vestidos. Y aprendieron a hablar, y a entonar hermosos poemas acompañándose por el arpa y la lira, y a trabajar la tierra, y a morar en ciudades, y a valerse de herramientas. Y, erguidos por primera vez sobre sus piernas, renunciaron a desplazarse apoyando las manos en el suelo. Y Metis, la Sabia, levantó escrupulosa acta de lo sucedido, pues todo era justo.
»Así dijo, a continuación, el Rey: “Para que nunca hayáis de quedaros huérfanos, jurad también a aquellos de mis hijos en quienes sintáis un respeto por vuestro hado equiparable al mío; pero escuchaos atentamente al elegir, pues, si errarais, haríais sufrir indescriptiblemente a las víctimas, que no podrían soportar en sus corazones el Kruptos Pur, el Secreto del Fuego”. Obedientes, los hombres, de entre todos los Prometeidas, aclamaron Reyes a diecisiete: nueve varones y ocho féminas. Los varones fueron Erídano, Etneo, Hélade, Helén, Deucalión, Hiperión, Lico, Rígel y Quimereo; las féminas, Ebla o Yebla, Chipre, Elea, Hélade, Hésperis, Lira, Mira y Tebe, siendo gemelos Helén y Elea y ambos Hélades. Después de que hubieran agrupado a los hombres tras ellos y constituido Reinos con sus nombres, Prometeo les fue comunicando uno a uno el Secreto del Fuego. Ya por último, los hombres acordaron para todos los electos el privilegio Real. “Sabed, Reyes”, dijeron, “que nunca en asamblea presidida por alguien de vuestra casa habremos de votar resolución de la que pudierais sentiros avergonzados”.
»En el compromiso con lo justo que se deduce de tales palabras, en esa atribución, libremente votada para Prometeo y su estirpe, de vedar las decisiones de grupo a las pasiones destiladas por los animales instintos de jerarquía y territorio, es en donde radica el privilegio Real, ése mismo ante cuya mención, antes, has mudado de color. ¡Tú sabrás la razón, pero ten por cierto que nunca fueron tan grandes los hombres como cuando lo aplicaban, a más de tan sabios y virtuosos! Respecto al Secreto del Fuego, ignoro, obviamente, en qué consiste: sólo Reyes pueden conocerlo, y sólo Reyes, por ende, transmitirlo. Tendrá que ver, me supongo, con esa intuición de Prometeo acerca del destino de los hombres, plasmada en su demanda de que se integraran en la vida creativa. Pero, entre las escasas certezas que se puede albergar al respecto, figura la de que no contiene desposesión de nadie ni atribución injusta para nadie, y menos que para nadie, para los dioses. ¡Solamente los Crónidas podían afirmar otra cosa, por su arraigada convicción de que todo aquello que no controlan es porque se lo han robado!
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10 comentarios:
todo esta muy bonito, me ha gustado en verdad. como abra quedado el programa con tantas maravillas juntas. ^^
armando estoy muy contenta por ti, me alegra mucho que hayas sido el invitado de esta semana, espero que ayude en el impulso de tu carrera y tus libros se den a conocer por todo el mundo.
joana que te puedo decir ^^
P.D: ardo en ansias por escuchar el programa.
ahhhh por cierto mundo magico soy yo frangeline guido. ^^
La verdad es que tras leer su extensa y llena biografia, me he reafirmado en el parecer que estamos ante una persona que sabe hacer lo que le gusta, escribir. Y para alguien como yo, que basó su adolescencia en Platón, Homero y Robert Graves(entre otros), es doblemente satisfactorio encontrar a alguien que tenga esas mismas inquietudes. Ahora sólo me falta escuchar su voz en directo.
De todas maneras, esto me hace pensar que los "que no somos normales" también tenemos cabida en este mundo. Siempre había pensado que era un bicho raro por tener en mi mesita de noche un libros de mitología y no de amor, pero ahora comprendo que al menos no estoy sola.
Yo hubiese preferido una crítica más matizada que esa mera acumulación de ditirambos, pero supongo que así el autor se habrá sentido más satisfecho.
Carlos XV, no me parece una impertinencia. Pedimos a nuestros autores que ellos mismos elijan la música que creen más acertada para acompañar la lectura de su obra.
Contestando al señor anónimo, que escribió:
At 4:29 AM, Anonymous said...
Yo hubiese preferido una crítica más matizada que esa mera acumulación de ditirambos, pero supongo que así el autor se habrá sentido más satisfecho.
Las críticas a nuestros autores son benévolas porque la peor crítica entendemos que es no seleccionar a un autor que lo haya solicitado. Cuando aceptamos a un autor para nuestro programa el público puede presuponerle un cierto nivel de calidad o una habilidad para "conectar". Y no elegimos a nuestros autores para resaltar lo que nos pueda parecer lo peor de ellos, sino para resaltar, SIEMPRE, lo mejor. Sin embargo, mis críticas son siempre sinceras. Ya ves que al final todo el mundo puede dar su opinión: yo sólo tengo la gran suerte de poder darla ante mucha gente, y sería muy vil por mi parte aprovecharme de ello para ocultar mi admiración o para poner en la picota a un autor. Si un autor me entusiasma no me voy a cortar ni un pelo, ya que tengo la oportunidad de expresarlo ante tanta gente. Hago el programa, que me quita muchas horas de sueño, para ayudar, y aunque elija resaltar lo mejor de cada autor nadie podrá decir que no soy sincera.
Espero no haber parecido impertinente, pues yo NO PRETENDÍA SERLO, jajaja. :-)
Solo añadir que el Libro El secreto del Fuego está en la Biblioteca Juan Marsé de Barcelona, me lo han dicho fuentes muy fidedignas.
Un beso
Espero que pronto otras bibliotecas imiten el ejemplo de la "Juan Marsé".
¡Aunque, a saber...! Quizá alguna más, o varias, sí lo hayan hecho.
El anterior usuario anónimo soy yo, TitoLivio. No sé por qué esta diablura se niega a aceptarme la contraseña
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