Una vez más, el magazine 3 DeNit de IB3-Radio fue el hilo conductor para que el espacio literario ES RACÓ LITERARI nos llevara lejos, muy lejos, más allá del espacio y el tiempo: esta vez nos llevó a la época medieval, tiempos de cruzadas y caballeros, de la mano de la escritora y arqueóloga de Canarias, Elena Pérez.
LEMA:
LEMA:
Soy mujer y escribo. Soy plebeya y sé leer. Nací sierva y soy libre. He visto en mi vida cosas maravillosas. He hecho en mi vida cosas maravillosas. (…) Yo escribo. Es mi mayor victoria, mi conquista, el don del que me siento más orgullosa; y aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy constituyen mi única arma. (Fragmento de El Rey Transparente, de Rosa Montero)
BIOGRAFÍA:
Elena Pérez nació en Canarias, en la isla de La Palma, aunque vive en Tenerife desde hace 15 años, en la ciudad de San Cristóbal de La Laguna. Desde 1994 trabaja como arqueóloga, vinculada al mundo de la investigación y a la gestión del Patrimonio Arqueológico desde la Universidad.
Hace dos años aproximadamente, una noche del mes de diciembre, descubrió por Internet a un grupo de personas que jugaban a interpretar personajes del mundo de Tolkien. Esa noche descubrió El Poney Pisador, una Web dedicada al universo de este escritor y donde sus participantes, personajes de todas las razas descritas por Tolkien, tienen intereses comunes, entre ellos la literatura fantástica y de épica medieval.
A partir de ahí, algo que siempre había hecho, escribir, comenzó a hacerlo de un modo más continuo y a publicar relatos cortos en esa Web, así como a participar en pequeños y poco conocidos concursos literarios, sin otro objetivo que el de divertirse y agradar con sus textos, llenos de descripciones y sentimientos.
Hace unos meses, el contacto con otros escritores jóvenes y noveles, sobre todo a través de los foros de discusión de la escritora Joana Pol y el intercambio de experiencias literarias con ellos, la han animado a seguir escribiendo, en incluso a enviar alguno de sus textos a Yoescribo.com.
En la actualidad, además de trabajar en varios proyectos de Arqueología, uno de ellos la publicación de un libro para finales de año y la elaboración de su propia tesis doctoral, también trabaja en varias ideas para cuentos y relatos, de diversa temática, con la intención de seguir adentrándose, poco a poco, en el mundo de la escritura.
Confiesa que se lo ha pasado muy bien leyendo, entre otros, a autores como Mario Benedetti, Matilde Asensi, Michael Ende, Carmen Alborch, Tolkien, Rosa Montero, Edgar Alan Poe y Arturo Pérez Reverte, por el que siente una especial admiración.
Cree que la lectura y la escritura es un ejercicio personal muy educativo y que, sin duda, contribuye a ser mejores personas, a tomar conciencia del mundo que nos rodea, de conocer otras culturas, de aprender simplemente. Opina que es un ejercicio muy íntimo y que como tal, nadie nos lo puede quitar, que nos dignifica como personas y que nos acompaña hasta el final de nuestras vidas y que el sólo hecho de compartirlo genera vías de comunicación con otros individuos para poder seguir aprendiendo, para poder ser conscientes del mundo que nos rodea.
LECTURA:
Fragmento (ligeramente modificado para que tenga coherencia) de Las Cartas de Isabel. Relato presentado al I Concurso de Relatos de Eñe.
Las Cartas de Isabel
«Os escribo esta carta aunque tengo la certeza de que jamás llegará a vuestras manos».
Así empezaba la última carta de Isabel.
Estela llevaba meses trabajando en el archivo del convento. Entre rosquillas de vino y el rumor de rosarios de madrugada, trabajaba en su tesis, un estudio sobre los conventos femeninos españoles. Esa mañana, tomó la decisión de que Valerio debía saber de la existencia de aquellas palabras.
Durante el tiempo que pasó en el convento, la hermana Diana se encargaba de ayudar a Estela en su trabajo. Cada día, subía dos o tres cajas repletas de papeles, frágiles y polvorientos por el paso del tiempo.
La hermana Diana era pequeña y delgada, y pese a su aspecto, cargaba con bastante presteza aquellas porciones de la historia del convento. Dos semanas antes, la hermana dejó sobre la mesa una cartera grande de piel. Estaba mohosa por uno de sus lados y varias cintas, de un tejido tosco y de color marrón, cubrían los laterales.
Como siempre, apenas intercambiaron palabras, pero esa mañana, y por primera vez, Estela vislumbró un gesto en la boca de la monja que interpretó, y quería interpretar, como una sonrisa, mientras la hermana dejaba la cartera sobre la mesa, entre los privilegios de Alfonso X a la Orden, y varios grabados con escenas religiosas.
—He pensando que esto también le puede interesar. Son las cartas de Isabel.
— ¿Isabel? — Preguntó Estela con interés — ¿Es una hermana del convento?
—Isabel era seglar. Ella y su madre vivieron entre las paredes de este convento en el siglo XIII o XIV, no lo sé con seguridad. Su padre, un caballero de la Orden de Santiago, andaba en la guerra, y ellas se quedaron en el convento hasta que él regresase, pero la madre murió y el padre no regresó.
— ¿Y qué fue de Isabel?
La hermana Diana se levantó, se sacudió el delantal, y mientras se dirigía para abrir las ventanas que daban al claustro dijo:
—Isabel se quedó en el convento, no tenía otra opción. Y de la dote buena cuenta hicieron los de la Orden. Aprendió a escribir y a leer y en esas cartas dejó por escrito toda su vida en el convento, por ese motivo creo que te puede interesar.
Estela, que hasta ese momento había permanecido de pie, junto a la mesa, acercó sus manos a la cartera de piel y acarició el lomo y las cintas.
Fuese Isabel o no, lo cierto es que la doncella, monja o seglar -mujer al fin y al cabo- que escribió aquellas cartas dejó plasmado con bastante exactitud su romance con Valerio. Más bien pensó que alguna hermana había tenido un escarceo amoroso, y le pareció divertido interpretar que, como acto de confesión, lo había dejado por escrito, haciéndose pasar por la verdadera Isabel.
Y eso fue todo, hasta varios días más tarde.
La mañana que decidió ir a Tavira amaneció lloviendo. La noche anterior había estado recogiendo y clasificando los documentos y registros que había recopilado para sus tesis, y cansada, se dejó caer sobre la cama, entre folios, etiquetas y cintas de color marrón para embalar.
Se fijó en la cartera de piel con las cartas de Isabel que estaban en la mesilla de noche. La abrió y comprobó que todas estuviesen ordenadas, tal y como ella misma había hecho varias noches atrás. Entonces, se dio cuenta de que el papel de una de las cartas parecía más grueso que el de las demás. Se enfundó las manos en sus guantes blancos para poder manipularlo mejor, sin riesgo a romperlo, y con mucho cuidado fue descubriendo lo que parecía ser otro manuscrito. El papel no parecía de la misma calidad y la caligrafía era diferente. Guardó la hoja en una funda plástica, se preparó un café y comenzó a traducir.
La carta no fue un gran descubrimiento histórico, uno de esos que hacen cambiar los cimientos y el curso de la Historia, pero sí hizo que Estela se comprometiera a realizar un viaje, el último que a Isabel le hubiera gustado hacer.
En el mes de febrero, un año y medio después, Estela tuvo su oportunidad. El Departamento de Arqueología de la Universidad de Sevilla realizaba un estudio en la Igreja de Santa María, en Tavira, un pequeño pueblo al sur de El Algarve, en Portugal. Después de algunas llamadas telefónicas había conseguido el permiso para visitar la excavación arqueológica y llegar hasta Valerio.
Estela llegó muy temprano al Castillo de la Ciudad. Subió las empinadas escaleras hasta el Castelo y llegó hasta un jardín. El jardín estaba rodeado por los gruesos muros de piedra que aún se conservaban de aquella fortaleza de origen medieval. Algunos turistas hacían fotos, y las rosas silvestres, cientos de rosas, habían comenzado a florecer y se enredaban por las paredes, pintándolos de rojo y haciéndolas más hermosas aún. Apuró sus pasos y llegó hasta una pequeña plaza llamada Calçada dos sete Cavaleiros y justo delante de ella se erguía Santa María.
—Se construyó en el siglo XIII sobre una mezquita. Después del terremoto, casi cinco siglos más tarde, se reconstruyó. El arquitecto conservó la puerta de la fachada medieval, dos capillas y esas ventanas de estilo árabe—dijo señalando la torre con su mano derecha.
Aquél hombre se quitó las gafas y le ofreció su mano.
—Soy Francisco Oliva el director de la excavación. Tú eres Estela ¿verdad? Vamos, te enseñaré el interior-.
Mientras caminaban, le explicó que antes de que siguieran los trabajos de rehabilitación habían podido conseguir un permiso para realizar una excavación dónde supuestamente estaban enterrados los siete caballeros de la Orden de Santiago que murieron, según recogían los documentos históricos, como mártires en una emboscada que tramaron los árabes cuando los caballeros realizaron el último y decisivo ataque a la ciudad. Durante la excavación, él y su equipo habían encontrado algunas sepulturas individuales y varios osarios. Si los restos de los supuestos siete caballeros estaban allí, era muy difícil saber quién era quién, de entre todos aquellos cuerpos, García Rodrigues, Pedro Pais, Damião Vaz, Mendo do Valle, Álvaro García, Estevam Vasques y Valerio de Ossa.
Al oír su nombre, la respiración de Estela vaciló e hizo que tuviera necesidad de respirar profundamente. Caminaron por encima de unas tablas que se apoyaban sobre las losas de piedra que formaban varias sepulturas, hasta llegar a una columna donde se pararon sin ningún motivo aparente.
—Sé que no es el mejor lugar— dijo riéndose— pero cuentan que Tavira está bien protegida, y no sólo por los vivos. Una leyenda del siglo XIV dice que cuando los castellanos atacaron la ciudad, los siete espectros de los caballeros aparecieron sobre el tejado de la Iglesia y que los castellanos huyeron aterrorizados.
Estela casi se cae dentro de una de las sepulturas al escuchar aquello. Sacó del bolsillo derecho la copia de la carta de Isabel y se la dio a Francisco, señalando uno de los párrafos finales. Le dijo cómo encontró la carta, y cómo ella creía que debía ser una de las primeras copias que se hicieron de las originales.
—Isabel debió escribir aquella carta después de enterarse de que Valerio había fallecido…o antes, quizás en el mismo instante— le dijo Estela con voz apagada y entrecortada—. Contaba cómo había visto a Valerio una noche en sus aposentos, sentado y apoyado en una columna de piedra, hablándole sobre las cosas que había visto en Portugal; y de cómo ella, desde su cama le decía cuánto lo amaba y echaba de menos.
Estela entendió entonces, que Isabel había comprendido, que esa sería la última vez que lo vería y al día siguiente escribió, esperanzada, una última carta:
«Os escribo esta carta aunque tengo la certeza de que jamás llegará a vuestras manos. Dibujo mis pensamientos porque tengo fe de que Dios os haga llegar de alguna manera estos deseos y bendiciones, y de mi amor por vos…»
Y allí, ocho siglos después, Estela leyó la carta de Isabel a Valerio, la última de las cartas de Isabel.
CANCIÓN
GRUPO: U2
-Sometimes You Can’t Make it on your own
Las Cartas de Isabel
«Os escribo esta carta aunque tengo la certeza de que jamás llegará a vuestras manos».
Así empezaba la última carta de Isabel.
Estela llevaba meses trabajando en el archivo del convento. Entre rosquillas de vino y el rumor de rosarios de madrugada, trabajaba en su tesis, un estudio sobre los conventos femeninos españoles. Esa mañana, tomó la decisión de que Valerio debía saber de la existencia de aquellas palabras.
Durante el tiempo que pasó en el convento, la hermana Diana se encargaba de ayudar a Estela en su trabajo. Cada día, subía dos o tres cajas repletas de papeles, frágiles y polvorientos por el paso del tiempo.
La hermana Diana era pequeña y delgada, y pese a su aspecto, cargaba con bastante presteza aquellas porciones de la historia del convento. Dos semanas antes, la hermana dejó sobre la mesa una cartera grande de piel. Estaba mohosa por uno de sus lados y varias cintas, de un tejido tosco y de color marrón, cubrían los laterales.
Como siempre, apenas intercambiaron palabras, pero esa mañana, y por primera vez, Estela vislumbró un gesto en la boca de la monja que interpretó, y quería interpretar, como una sonrisa, mientras la hermana dejaba la cartera sobre la mesa, entre los privilegios de Alfonso X a la Orden, y varios grabados con escenas religiosas.
—He pensando que esto también le puede interesar. Son las cartas de Isabel.
— ¿Isabel? — Preguntó Estela con interés — ¿Es una hermana del convento?
—Isabel era seglar. Ella y su madre vivieron entre las paredes de este convento en el siglo XIII o XIV, no lo sé con seguridad. Su padre, un caballero de la Orden de Santiago, andaba en la guerra, y ellas se quedaron en el convento hasta que él regresase, pero la madre murió y el padre no regresó.
— ¿Y qué fue de Isabel?
La hermana Diana se levantó, se sacudió el delantal, y mientras se dirigía para abrir las ventanas que daban al claustro dijo:
—Isabel se quedó en el convento, no tenía otra opción. Y de la dote buena cuenta hicieron los de la Orden. Aprendió a escribir y a leer y en esas cartas dejó por escrito toda su vida en el convento, por ese motivo creo que te puede interesar.
Estela, que hasta ese momento había permanecido de pie, junto a la mesa, acercó sus manos a la cartera de piel y acarició el lomo y las cintas.
Fuese Isabel o no, lo cierto es que la doncella, monja o seglar -mujer al fin y al cabo- que escribió aquellas cartas dejó plasmado con bastante exactitud su romance con Valerio. Más bien pensó que alguna hermana había tenido un escarceo amoroso, y le pareció divertido interpretar que, como acto de confesión, lo había dejado por escrito, haciéndose pasar por la verdadera Isabel.
Y eso fue todo, hasta varios días más tarde.
La mañana que decidió ir a Tavira amaneció lloviendo. La noche anterior había estado recogiendo y clasificando los documentos y registros que había recopilado para sus tesis, y cansada, se dejó caer sobre la cama, entre folios, etiquetas y cintas de color marrón para embalar.
Se fijó en la cartera de piel con las cartas de Isabel que estaban en la mesilla de noche. La abrió y comprobó que todas estuviesen ordenadas, tal y como ella misma había hecho varias noches atrás. Entonces, se dio cuenta de que el papel de una de las cartas parecía más grueso que el de las demás. Se enfundó las manos en sus guantes blancos para poder manipularlo mejor, sin riesgo a romperlo, y con mucho cuidado fue descubriendo lo que parecía ser otro manuscrito. El papel no parecía de la misma calidad y la caligrafía era diferente. Guardó la hoja en una funda plástica, se preparó un café y comenzó a traducir.
La carta no fue un gran descubrimiento histórico, uno de esos que hacen cambiar los cimientos y el curso de la Historia, pero sí hizo que Estela se comprometiera a realizar un viaje, el último que a Isabel le hubiera gustado hacer.
En el mes de febrero, un año y medio después, Estela tuvo su oportunidad. El Departamento de Arqueología de la Universidad de Sevilla realizaba un estudio en la Igreja de Santa María, en Tavira, un pequeño pueblo al sur de El Algarve, en Portugal. Después de algunas llamadas telefónicas había conseguido el permiso para visitar la excavación arqueológica y llegar hasta Valerio.
Estela llegó muy temprano al Castillo de la Ciudad. Subió las empinadas escaleras hasta el Castelo y llegó hasta un jardín. El jardín estaba rodeado por los gruesos muros de piedra que aún se conservaban de aquella fortaleza de origen medieval. Algunos turistas hacían fotos, y las rosas silvestres, cientos de rosas, habían comenzado a florecer y se enredaban por las paredes, pintándolos de rojo y haciéndolas más hermosas aún. Apuró sus pasos y llegó hasta una pequeña plaza llamada Calçada dos sete Cavaleiros y justo delante de ella se erguía Santa María.
—Se construyó en el siglo XIII sobre una mezquita. Después del terremoto, casi cinco siglos más tarde, se reconstruyó. El arquitecto conservó la puerta de la fachada medieval, dos capillas y esas ventanas de estilo árabe—dijo señalando la torre con su mano derecha.
Aquél hombre se quitó las gafas y le ofreció su mano.
—Soy Francisco Oliva el director de la excavación. Tú eres Estela ¿verdad? Vamos, te enseñaré el interior-.
Mientras caminaban, le explicó que antes de que siguieran los trabajos de rehabilitación habían podido conseguir un permiso para realizar una excavación dónde supuestamente estaban enterrados los siete caballeros de la Orden de Santiago que murieron, según recogían los documentos históricos, como mártires en una emboscada que tramaron los árabes cuando los caballeros realizaron el último y decisivo ataque a la ciudad. Durante la excavación, él y su equipo habían encontrado algunas sepulturas individuales y varios osarios. Si los restos de los supuestos siete caballeros estaban allí, era muy difícil saber quién era quién, de entre todos aquellos cuerpos, García Rodrigues, Pedro Pais, Damião Vaz, Mendo do Valle, Álvaro García, Estevam Vasques y Valerio de Ossa.
Al oír su nombre, la respiración de Estela vaciló e hizo que tuviera necesidad de respirar profundamente. Caminaron por encima de unas tablas que se apoyaban sobre las losas de piedra que formaban varias sepulturas, hasta llegar a una columna donde se pararon sin ningún motivo aparente.
—Sé que no es el mejor lugar— dijo riéndose— pero cuentan que Tavira está bien protegida, y no sólo por los vivos. Una leyenda del siglo XIV dice que cuando los castellanos atacaron la ciudad, los siete espectros de los caballeros aparecieron sobre el tejado de la Iglesia y que los castellanos huyeron aterrorizados.
Estela casi se cae dentro de una de las sepulturas al escuchar aquello. Sacó del bolsillo derecho la copia de la carta de Isabel y se la dio a Francisco, señalando uno de los párrafos finales. Le dijo cómo encontró la carta, y cómo ella creía que debía ser una de las primeras copias que se hicieron de las originales.
—Isabel debió escribir aquella carta después de enterarse de que Valerio había fallecido…o antes, quizás en el mismo instante— le dijo Estela con voz apagada y entrecortada—. Contaba cómo había visto a Valerio una noche en sus aposentos, sentado y apoyado en una columna de piedra, hablándole sobre las cosas que había visto en Portugal; y de cómo ella, desde su cama le decía cuánto lo amaba y echaba de menos.
Estela entendió entonces, que Isabel había comprendido, que esa sería la última vez que lo vería y al día siguiente escribió, esperanzada, una última carta:
«Os escribo esta carta aunque tengo la certeza de que jamás llegará a vuestras manos. Dibujo mis pensamientos porque tengo fe de que Dios os haga llegar de alguna manera estos deseos y bendiciones, y de mi amor por vos…»
Y allí, ocho siglos después, Estela leyó la carta de Isabel a Valerio, la última de las cartas de Isabel.
CANCIÓN
GRUPO: U2
-Sometimes You Can’t Make it on your own
7 comentarios:
Gracias Joana por esta oportunidad y gracias a 3deNit también.
Un beso muy grande para todos
Elena(Haun)
Escuché el programa en directo, debiendo esperar más allá de las doce y media, pero mereció la pena. Estuve encantado por la presentación, tanto de Sandra como de Joana, y también satisfecho de escuchar la voz de Elena Pérez. Te deseo el mejor de los éxitos, Elena.
Saludos a todos
¡¡¡Que maravillaaaaaaaaaaaaaa!!! Me encanta las voces, que bueno
Me encanta el programa, y cada vez lo hacéis mejor. Esta obra en concreto de Elena Perez pienso incluso que da para muhco más, incluso para una novela romantica de las de antes que tanto me gustaban...
un grandisimo programa con una gran invitada, os quedo genial el programa, se notan los nervios de Haun, sobre todo al principio, pero quedo genial
Elena! eres aquello que yo he deseado ser toda la vida, escritora y arqueóloga, ¡guau! una Indiana Jones a la española.
Felicidades, tu relato es precioso, y tú, una persona singular que nos puede enseñar muchas cosas.
CHARO
¿Quien era la voz masculina? La de Sandra la identifico con los ojos cerrados... Me pido un relato erótico para que ELLA lo lea (algo con clase)
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