Y la autora de esta semana en EL RINCON LITERARIO de 3deNit ha sido Rosa Ribas, con su obra EL PINTOR DE FLANDES. Rosa fue entrevistada por la conocida locutora y productora Sandra Llabrés, y por la escritora mallorquina Joana Pol, y se leyó un fragmento de su novela, publicada en Roca Editorial. Este es el dossier correspondiente al programa, y el video con la lectura (imágenes escogidas y aportadas por la propia autora).
LEMA
No es la mano la que trabaja. Es sólo un instrumento de mi espíritu, de mi saber, un buen instrumento, una herramienta excelente, pero no es lo que cuenta. La mente que la rige, el conocimiento que decide sobre colores, líneas y texturas son los verdaderos artífices.
BIOGRAFÍA
Nací en el Prat de Llobregat en abril de 1963, según la leyenda familiar, tras diez meses de gestación. Así que me lo pensé bien antes de venir, pero una vez puestos intento sacarle el mejor partido a la vida.
Me recuerdo siempre leyendo y escribiendo. Cambié mucho de escuelas, no porqué fuera mala estudiante, siempre saqué buenas notas, pero por algún motivo, mis padres se mostraron ciertamente experimentadores por lo que respecta a mi educación. Así que probé un poco de todo: la escuela de pueblo, el colegio mixto, el colegio religioso, el colegio auti-autoritario y progresista. Mi educación fue quizás algo caótica, pero, gracias a estos cambios, aprendí a hacer amigos rápidamente donde quiera que fuera. En todas las escuelas, además, acababa siempre escribiendo.
Después seguí el camino de muchos que quieren escribir y no acaban de atreverse: estudié filología hispánica, especialidad en la que me doctoré. Y mientras hacía todo esto, postergaba lo que ya sabía que quería hacer, escribir.
Vivo desde hace quince años en Alemania. Y aquí empecé a escribir en serio. Mi primera novela duerme el sueño de los justos en un cajón a la espera de una reescritura. La segunda, El pintor de Flandes, es la que me gustaría presentar aquí. Apareció en enero en Roca Editorial de Barcelona. Su publicación me dio el espaldarazo definitivo para intentar dedicarme a la literatura por completo. Espero conseguirlo.
De la tercera novela, no puedo hablar de momento porque la envié a un concurso y no puedo delatar mucho más para no perder el anónimato.
La cuarta va en camino. El título provisional es “Black is black”. ¿Os suena?
He escrito también numerosos relatos en castellano y en catalán. Uno de ellos “Comparsas”, ganó el Premio de Relatos de Cine del Festival de Cine de Huesca. Un par están pendientes de publicación; otros buscan todavía su lugar.
MANIFIESTO
A pesar de mi pésima vista, desde siempre me ha apasionado leer. Y tanto como leer, contar historias.
De pequeña, compartía el dormitorio con mi hermana, que es un año menor que yo. Teníamos las camas colocadas en paralelo con una mesita de noche en medio. Muchas noches mi hermana me pedía que le contara una historia. Así lo hacía y normalmente ella, que siempre fue muy dormilona, se quedaba dormida a los pocos minutos. Yo, que era una niña muy nerviosa y de mal dormir, seguía hablando hasta llegar al final para poder saber cómo terminaba la historia. A la mañana siguiente ella se despertaba y lo primero que hacía era preguntarme cómo había terminado el cuento. Entonces, se lo explicaba, pero resumido.
Algunas noches, sin embargo, yo estaba cansada o no se me ocurría nada nuevo e intentaba darle el pego con una historia de otro día a la que le cambiaba los protagonistas. Pero ahí, aunque se había pasado buena parte de la historia durmiendo, mi hermana era inmisericorde y me pillaba siempre.
- Esa ya me la contaste con gatos.
- Sí, pero como ahora son osos, hacen cosas diferentes.
Aceptaba pero a regañadientes.
Cuando esto pasaba, tardaba más en dormirse, supongo que para asegurarse de que realmente hubiera algún giro nuevo en la historia. Pero siempre acababa durmiéndose antes del final. Yo seguía contando hasta terminar, porque al día siguiente, al despertarse, preguntaría:
- ¿Y cómo terminó la historia?
LECTURA
En esos días de preparativos llegaron nuevas visitas, cuya presencia se manifestaba en nuevas voces en el patio. Pero ahora ya no sentía la necesidad de detener el trabajo y escuchar con la puerta entreabierta; ahora formaba parte de la conjura, ahora sentía cómo las puertas del Alcázar se iban abriendo también para él.
Lo hicieron por primera vez una semana más tarde. Oyó una llave moviéndose en la cerradura del taller y el Conde entró de improviso abriendo la puerta con tal ímpetu que a Paul, que estaba concentrado en un grupo de músicos al fondo de la escena, se le escapó el pincel de la mano.
—Paul, —lo llamó desde el umbral— límpiate bien las manchas de pintura y cámbiate. Fernando y tú me vais a acompañar al Alcázar.
Mientras descendía de la escalera sobre la que había estado trabajando vio que el Conde miraba el pincel que yacía en el suelo, la cabeza aplastada en una mancha de color ocre, pero no se dignó a levantarlo. Un fogonazo de rencor le subió a Paul del estómago al recordar la legendaria anécdota que contaba cómo el emperador Carlos se había agachado una vez a recoger un pincel que se le había caído de las manos a Tiziano.
—Déjalo todo como está. Si el pincel después no sirve, tíralo. Tienes suficientes. El Conde se volvió para salir.— Ponte buenas ropas, no vamos al mercado, vamos a la residencia de los Reyes.
Sentado al lado de Villamediana, hizo todo el trayecto sin decir palabra, contemplando las calles que pasaban ante la ventanilla de la carroza, nervioso, ante la perspectiva de estar aproximándose a la residencia de los Reyes, y halagado por el hecho de que don Juan lo hubiera elegido a él como acompañante y no a los italianos o a Valderrama. La locuacidad del Conde hacía imperceptible su tenso silencio. Aunque intentaba disimularlo, estaba también muy excitado.
—No albergo la menor duda de que el encargo será nuestro y con él el favor de la soberana, lo que supone tener uno de los aliados más poderosos en el Alcázar.
La decepción de Paul fue enorme al encontrarse frente ese sombrío edificio. Esperaba pompa y ostentación, como correspondería a un palacio real que era, además, sede del gobierno, y se encontró ante una oscura construcción, que con algunas filigranas intentaba esconder su pasado de fortaleza, con dos grandes patios, en los que todo tipo de comerciantes pregonaban sus mercancías y corrillos variados comentaban los últimos rumores de la corte.
En el Alcázar se dirigieron a la derecha, al ala de la Reina, donde se encontraban las habitaciones de las innumerables mujeres que la servían. Pasaron varios corredores en silencio. Don Juan delante, Paul y Fernando sólo unos pasos más atrás. Paul, buen discípulo del secretario y haciendo uso de todo lo que había aprendido en las lecciones clandestinas, imitaba sin dificultades la forma de moverse de los otros dos, el cuerpo erguido, la cabeza bien alta, el paso firme, como si estuvieran caminando por su propia casa. Al cruzar uno de los largos pasillos transversales, empezó a llegarles un fuerte olor a comida. El Conde, olisqueando el aire, se detuvo en seco y se volvió hacia ellos con rostro resplandeciente.
—¡Cocido!
Levantando la nariz empezó a perseguir la pista olfativa. Se movió en varias direcciones hasta encontrar dónde era más intensa.
—A la derecha. ¡Síganme, señores!
A Paul no se le escapaba la burlona solemnidad del tono de Villamediana y Fernando parecía muy divertido, pero él no entendía nada.
—¿Qué pasa? ¿Adónde vam...?
Ambos le chistaron casi a la vez y empezaron a caminar con sigilo. Cruzaron varias puertas que habían quedado abiertas y pronto dieron alcance a una curiosa comitiva.
Dos criados, vestidos por completo de blanco, portaban una especie de mesilla portátil cubierta con un finísimo mantel de encaje. Sobre el mantel, platos de porcelana y cubiertos de plata hermosamente dispuestos alrededor de una cazuela blanca que era la que dejaba escapar los efluvios que habían despertado el instinto de caza del Conde. Delante y detrás de la mesilla avanzaban otros dos criados. Uno iba abriendo las puertas, el otro olvidaba cerrarlas. Cuando les dieron alcance, el Conde les ordenó detenerse.
—¿A quién lleváis este presente?
Los criados, sin moverse ni volverse a quien los interrogaba, permanecieron mudos.
Fernando se separó de Paul, que, atónito, contemplaba la escena desde el marco de la última puerta que habían cruzado. El secretario se situó delante de la comitiva y les ordenó en tono imperativo:
—¡Contestad cuando el Conde de Villamediana os pregunta!
Uno de los porteadores empezó a temblar y esto hizo que los platos y los cubiertos de la mesita tintinearan. Pero todos siguieron mudos.
Fernando los observó con detenimiento. De pronto, se dirigió al que cerraba la comitiva.
—¡Eh! A ti te conozco. Tú estás al servicio de don Luis de Haro.
El otro levantó la vista con temor, como si lo hubieran cazado en una falta. Fernando sacó provecho de su ventaja.
—¿Quién es la dama a la que sirve vuestro señor?
El criado iba a abrir la boca, pero don Juan se le adelantó.
—No es necesario que hables, muchacho. Si sois servidores de don Luis, sé a ciencia cierta a qué habitaciones os dirigís. Seguid vuestro camino, que os daré escolta. Vosotros —dijo dirigiéndose a Fernando y Paul— podéis esperarme en el patio en una hora. ¡Vamos!
La comitiva se puso en marcha algo indecisa, pero el paso del Conde los obligó a continuar. El último criado no olvidaba esta vez cerrar las puertas tras de sí, de modo que los perdieron de vista en el siguiente saloncito. Fernando se dirigió entonces a Paul. Don Juan pierde el seso por un buen cocido.
Paul caminaba a su lado en silencio, desconcertado.
— No entiendes gran cosa, ¿verdad, muchacho? —Fernando le pasó un brazo sobre los hombros.
—Aquí en Palacio es de buen tono que los caballeros sirvan a las damas. Hay muchas doncellas y viudas viviendo en este lugar y para ellas es casi el único entretenimiento tener caballeros que las agasajen. Primero el caballero les tiene que pedir lugar, que significa que se presenta como candidato y si la dama lo acepta, el caballero pasa a estar embebecido.
—¿Embebecido?
—Que le han sorbido el entendimiento. Y ese estado le autoriza incluso a permanecer delante de la Reina con el sombrero puesto.
—¿Como un grande?
—Lo mismo. Y es muy importante halagar a la dama. Por ejemplo siguiéndola a caballo en sus salidas y haciendo acompañar la carroza de velas y linternas. O con costosos presentes.
—¿Como un cocido? —preguntó Paul incrédulo.
—Ya has visto al Conde. Hay quien aprecia más un buen cocido que un brazalete de diamantes.
Paul no estaba muy seguro de haber entendido el sentido de lo que le contaba Fernando, pero otra preocupación le cruzó por la mente.
—¿No va a enfadarse don Luis de Haro porque don Juan se coma su cocido?
—Probablemente. Aunque creo que el cocido no será lo que le dé la mayor inquina.
El rostro de Fernando adquirió de súbito una expresión aviesa. Paul seguía preocupado.
—¿No teníamos una cita aquí en el Palacio?
—No te preocupes, nos esperarán. En el tedio de esta casa hasta la espera es ya una distracción.
—Pero nos está aguardando la misma Reina. Hacerla esperar puede poner en peligro toda la empresa.
—Bien puede ser que sí, pero a veces el Conde actúa de este modo. Planea y prepara todo con un cuidado extremo y de pronto, por un capricho súbito, es capaz de echarlo todo a perder. No es la primera ni será la última vez que algo así suceda. El ingeniero Fontana, que lo conoció hace años te podría contar un caso parecido, cuando por ir a una partida de dados dejó plantada a una muchacha de muy alto nombre y fama de extremadamente virtuosa a la que había cortejado sin cejar durante semanas. Cuando la tuvo entregada esperándolo en un burdel napolitano, nuestro Conde se fue a jugar a los dados. Después de una noche de espera, recibiendo la conmiseración de las putas napolitanas, la muchacha ingresó en un convento. El Conde no recuerda ni si ganó o perdió en el juego, pero la muchacha conservó su virtud.
Fernando se reía complacido mientras contaba la historia; después, en un tono súbitamente reflexivo le dijo:
—No sé. A veces pienso que es como si en su afán por no dejarse constreñir por ninguna regla, se saltara incluso las que él mismo se impone.
Fragmento de El pintor de Flandes
LEMA
No es la mano la que trabaja. Es sólo un instrumento de mi espíritu, de mi saber, un buen instrumento, una herramienta excelente, pero no es lo que cuenta. La mente que la rige, el conocimiento que decide sobre colores, líneas y texturas son los verdaderos artífices.
BIOGRAFÍA
Nací en el Prat de Llobregat en abril de 1963, según la leyenda familiar, tras diez meses de gestación. Así que me lo pensé bien antes de venir, pero una vez puestos intento sacarle el mejor partido a la vida.
Me recuerdo siempre leyendo y escribiendo. Cambié mucho de escuelas, no porqué fuera mala estudiante, siempre saqué buenas notas, pero por algún motivo, mis padres se mostraron ciertamente experimentadores por lo que respecta a mi educación. Así que probé un poco de todo: la escuela de pueblo, el colegio mixto, el colegio religioso, el colegio auti-autoritario y progresista. Mi educación fue quizás algo caótica, pero, gracias a estos cambios, aprendí a hacer amigos rápidamente donde quiera que fuera. En todas las escuelas, además, acababa siempre escribiendo.
Después seguí el camino de muchos que quieren escribir y no acaban de atreverse: estudié filología hispánica, especialidad en la que me doctoré. Y mientras hacía todo esto, postergaba lo que ya sabía que quería hacer, escribir.
Vivo desde hace quince años en Alemania. Y aquí empecé a escribir en serio. Mi primera novela duerme el sueño de los justos en un cajón a la espera de una reescritura. La segunda, El pintor de Flandes, es la que me gustaría presentar aquí. Apareció en enero en Roca Editorial de Barcelona. Su publicación me dio el espaldarazo definitivo para intentar dedicarme a la literatura por completo. Espero conseguirlo.
De la tercera novela, no puedo hablar de momento porque la envié a un concurso y no puedo delatar mucho más para no perder el anónimato.
La cuarta va en camino. El título provisional es “Black is black”. ¿Os suena?
He escrito también numerosos relatos en castellano y en catalán. Uno de ellos “Comparsas”, ganó el Premio de Relatos de Cine del Festival de Cine de Huesca. Un par están pendientes de publicación; otros buscan todavía su lugar.
MANIFIESTO
A pesar de mi pésima vista, desde siempre me ha apasionado leer. Y tanto como leer, contar historias.
De pequeña, compartía el dormitorio con mi hermana, que es un año menor que yo. Teníamos las camas colocadas en paralelo con una mesita de noche en medio. Muchas noches mi hermana me pedía que le contara una historia. Así lo hacía y normalmente ella, que siempre fue muy dormilona, se quedaba dormida a los pocos minutos. Yo, que era una niña muy nerviosa y de mal dormir, seguía hablando hasta llegar al final para poder saber cómo terminaba la historia. A la mañana siguiente ella se despertaba y lo primero que hacía era preguntarme cómo había terminado el cuento. Entonces, se lo explicaba, pero resumido.
Algunas noches, sin embargo, yo estaba cansada o no se me ocurría nada nuevo e intentaba darle el pego con una historia de otro día a la que le cambiaba los protagonistas. Pero ahí, aunque se había pasado buena parte de la historia durmiendo, mi hermana era inmisericorde y me pillaba siempre.
- Esa ya me la contaste con gatos.
- Sí, pero como ahora son osos, hacen cosas diferentes.
Aceptaba pero a regañadientes.
Cuando esto pasaba, tardaba más en dormirse, supongo que para asegurarse de que realmente hubiera algún giro nuevo en la historia. Pero siempre acababa durmiéndose antes del final. Yo seguía contando hasta terminar, porque al día siguiente, al despertarse, preguntaría:
- ¿Y cómo terminó la historia?
LECTURA
En esos días de preparativos llegaron nuevas visitas, cuya presencia se manifestaba en nuevas voces en el patio. Pero ahora ya no sentía la necesidad de detener el trabajo y escuchar con la puerta entreabierta; ahora formaba parte de la conjura, ahora sentía cómo las puertas del Alcázar se iban abriendo también para él.
Lo hicieron por primera vez una semana más tarde. Oyó una llave moviéndose en la cerradura del taller y el Conde entró de improviso abriendo la puerta con tal ímpetu que a Paul, que estaba concentrado en un grupo de músicos al fondo de la escena, se le escapó el pincel de la mano.
—Paul, —lo llamó desde el umbral— límpiate bien las manchas de pintura y cámbiate. Fernando y tú me vais a acompañar al Alcázar.
Mientras descendía de la escalera sobre la que había estado trabajando vio que el Conde miraba el pincel que yacía en el suelo, la cabeza aplastada en una mancha de color ocre, pero no se dignó a levantarlo. Un fogonazo de rencor le subió a Paul del estómago al recordar la legendaria anécdota que contaba cómo el emperador Carlos se había agachado una vez a recoger un pincel que se le había caído de las manos a Tiziano.
—Déjalo todo como está. Si el pincel después no sirve, tíralo. Tienes suficientes. El Conde se volvió para salir.— Ponte buenas ropas, no vamos al mercado, vamos a la residencia de los Reyes.
Sentado al lado de Villamediana, hizo todo el trayecto sin decir palabra, contemplando las calles que pasaban ante la ventanilla de la carroza, nervioso, ante la perspectiva de estar aproximándose a la residencia de los Reyes, y halagado por el hecho de que don Juan lo hubiera elegido a él como acompañante y no a los italianos o a Valderrama. La locuacidad del Conde hacía imperceptible su tenso silencio. Aunque intentaba disimularlo, estaba también muy excitado.
—No albergo la menor duda de que el encargo será nuestro y con él el favor de la soberana, lo que supone tener uno de los aliados más poderosos en el Alcázar.
La decepción de Paul fue enorme al encontrarse frente ese sombrío edificio. Esperaba pompa y ostentación, como correspondería a un palacio real que era, además, sede del gobierno, y se encontró ante una oscura construcción, que con algunas filigranas intentaba esconder su pasado de fortaleza, con dos grandes patios, en los que todo tipo de comerciantes pregonaban sus mercancías y corrillos variados comentaban los últimos rumores de la corte.
En el Alcázar se dirigieron a la derecha, al ala de la Reina, donde se encontraban las habitaciones de las innumerables mujeres que la servían. Pasaron varios corredores en silencio. Don Juan delante, Paul y Fernando sólo unos pasos más atrás. Paul, buen discípulo del secretario y haciendo uso de todo lo que había aprendido en las lecciones clandestinas, imitaba sin dificultades la forma de moverse de los otros dos, el cuerpo erguido, la cabeza bien alta, el paso firme, como si estuvieran caminando por su propia casa. Al cruzar uno de los largos pasillos transversales, empezó a llegarles un fuerte olor a comida. El Conde, olisqueando el aire, se detuvo en seco y se volvió hacia ellos con rostro resplandeciente.
—¡Cocido!
Levantando la nariz empezó a perseguir la pista olfativa. Se movió en varias direcciones hasta encontrar dónde era más intensa.
—A la derecha. ¡Síganme, señores!
A Paul no se le escapaba la burlona solemnidad del tono de Villamediana y Fernando parecía muy divertido, pero él no entendía nada.
—¿Qué pasa? ¿Adónde vam...?
Ambos le chistaron casi a la vez y empezaron a caminar con sigilo. Cruzaron varias puertas que habían quedado abiertas y pronto dieron alcance a una curiosa comitiva.
Dos criados, vestidos por completo de blanco, portaban una especie de mesilla portátil cubierta con un finísimo mantel de encaje. Sobre el mantel, platos de porcelana y cubiertos de plata hermosamente dispuestos alrededor de una cazuela blanca que era la que dejaba escapar los efluvios que habían despertado el instinto de caza del Conde. Delante y detrás de la mesilla avanzaban otros dos criados. Uno iba abriendo las puertas, el otro olvidaba cerrarlas. Cuando les dieron alcance, el Conde les ordenó detenerse.
—¿A quién lleváis este presente?
Los criados, sin moverse ni volverse a quien los interrogaba, permanecieron mudos.
Fernando se separó de Paul, que, atónito, contemplaba la escena desde el marco de la última puerta que habían cruzado. El secretario se situó delante de la comitiva y les ordenó en tono imperativo:
—¡Contestad cuando el Conde de Villamediana os pregunta!
Uno de los porteadores empezó a temblar y esto hizo que los platos y los cubiertos de la mesita tintinearan. Pero todos siguieron mudos.
Fernando los observó con detenimiento. De pronto, se dirigió al que cerraba la comitiva.
—¡Eh! A ti te conozco. Tú estás al servicio de don Luis de Haro.
El otro levantó la vista con temor, como si lo hubieran cazado en una falta. Fernando sacó provecho de su ventaja.
—¿Quién es la dama a la que sirve vuestro señor?
El criado iba a abrir la boca, pero don Juan se le adelantó.
—No es necesario que hables, muchacho. Si sois servidores de don Luis, sé a ciencia cierta a qué habitaciones os dirigís. Seguid vuestro camino, que os daré escolta. Vosotros —dijo dirigiéndose a Fernando y Paul— podéis esperarme en el patio en una hora. ¡Vamos!
La comitiva se puso en marcha algo indecisa, pero el paso del Conde los obligó a continuar. El último criado no olvidaba esta vez cerrar las puertas tras de sí, de modo que los perdieron de vista en el siguiente saloncito. Fernando se dirigió entonces a Paul. Don Juan pierde el seso por un buen cocido.
Paul caminaba a su lado en silencio, desconcertado.
— No entiendes gran cosa, ¿verdad, muchacho? —Fernando le pasó un brazo sobre los hombros.
—Aquí en Palacio es de buen tono que los caballeros sirvan a las damas. Hay muchas doncellas y viudas viviendo en este lugar y para ellas es casi el único entretenimiento tener caballeros que las agasajen. Primero el caballero les tiene que pedir lugar, que significa que se presenta como candidato y si la dama lo acepta, el caballero pasa a estar embebecido.
—¿Embebecido?
—Que le han sorbido el entendimiento. Y ese estado le autoriza incluso a permanecer delante de la Reina con el sombrero puesto.
—¿Como un grande?
—Lo mismo. Y es muy importante halagar a la dama. Por ejemplo siguiéndola a caballo en sus salidas y haciendo acompañar la carroza de velas y linternas. O con costosos presentes.
—¿Como un cocido? —preguntó Paul incrédulo.
—Ya has visto al Conde. Hay quien aprecia más un buen cocido que un brazalete de diamantes.
Paul no estaba muy seguro de haber entendido el sentido de lo que le contaba Fernando, pero otra preocupación le cruzó por la mente.
—¿No va a enfadarse don Luis de Haro porque don Juan se coma su cocido?
—Probablemente. Aunque creo que el cocido no será lo que le dé la mayor inquina.
El rostro de Fernando adquirió de súbito una expresión aviesa. Paul seguía preocupado.
—¿No teníamos una cita aquí en el Palacio?
—No te preocupes, nos esperarán. En el tedio de esta casa hasta la espera es ya una distracción.
—Pero nos está aguardando la misma Reina. Hacerla esperar puede poner en peligro toda la empresa.
—Bien puede ser que sí, pero a veces el Conde actúa de este modo. Planea y prepara todo con un cuidado extremo y de pronto, por un capricho súbito, es capaz de echarlo todo a perder. No es la primera ni será la última vez que algo así suceda. El ingeniero Fontana, que lo conoció hace años te podría contar un caso parecido, cuando por ir a una partida de dados dejó plantada a una muchacha de muy alto nombre y fama de extremadamente virtuosa a la que había cortejado sin cejar durante semanas. Cuando la tuvo entregada esperándolo en un burdel napolitano, nuestro Conde se fue a jugar a los dados. Después de una noche de espera, recibiendo la conmiseración de las putas napolitanas, la muchacha ingresó en un convento. El Conde no recuerda ni si ganó o perdió en el juego, pero la muchacha conservó su virtud.
Fernando se reía complacido mientras contaba la historia; después, en un tono súbitamente reflexivo le dijo:
—No sé. A veces pienso que es como si en su afán por no dejarse constreñir por ninguna regla, se saltara incluso las que él mismo se impone.
Fragmento de El pintor de Flandes
1 comentario:
ME HE COMPRADO EL LIBRO YA OS CONTARÉ
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